Paradoja, sabiduría y locura de
Dios en 1Cor 1, 18- 25.
La
sociedad actual está acostumbrada a vivir de lo inmediato, de lo cómodo, de lo
sensible y de todo que aquello que dé réditos; las utopías y, mucho menos, las
contradicciones no tienen cabida en la vertiginosidad de la vida cotidiana. Muchas
cosas ya no sorprenden ni interesan, la religión tampoco es interesante ni
parece ofrecer respuestas en tanto que ha perdido su fascinación. El evangelio,
así, aparece un poco desactualizado e incluso contradictorio a lo que el mundo
ofrece. La cruz, en este contexto, tampoco parece atractiva.
Esto,
ciertamente, tampoco es nuevo. Para los hombres de los primeros siglos, los no
cristianos, claro está, la cruz igualmente era mal vista. Era el símbolo de la
muerte más ignominiosa, algo que no se podía mirar ni venerar. En ella morían
crucificados los malhechores, los que se oponían al imperio romano, criminales
o esclavos degenerados. Morir crucificado suponía una afrenta social y una
desgracia para la familia. La crucifixión en ese sentido no generaba
seguimiento alguno. De ahí que Jesús, el Mesías proclamado por los discípulos y
primeros seguidores, fuera mal visto debido a la muerte que tuvo: seguir a un
crucificado no generaba esperanza, tampoco prestigio. Ello explica, entonces,
que Pablo dijera que la “predicación de la cruz es una locura” para los
gentiles, y el Cristo crucificado un “escándalo” para los judíos (cf. 1Cor 1,
23).
En
efecto estamos en un contexto tanto judío como griego reticentes a una
salvación desde dichas situaciones nada extraordinarias. Los judíos que eran
hombres concretos, prácticos, no dados a tantas elucubraciones como los griegos
piden señales o signos por los cuales experimentar la presencia de Dios (Mt 12,
38; Jn 2, 18: 6, 30…). Las diferentes ramas o tendencias judías esperan a un
Mesías, es cierto, pero no el presentado por el cristianismo. Esperan una
intervención divina, pero digna de la trascendencia divina. Los griegos, por su
parte, metidos más en el ambiente racional y filosófico; lógicos, hombres de
razonamiento, prefieren el lenguaje, la elocuencia, la filosofía[1].
Sin
embargo, para Pablo y para todos los seguidores de Jesús, la cruz es fuerza de
Dios con la cual se vence las seguridades de este mundo. “Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden;
mas para los que se salvan- para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Cor 1, 18).
Es una fuerza y una sabiduría distinta a la que ofrece el mundo porque este a
pesar de observar cuanto Dios ha creado no ha logrado descubrir su presencia y
se ha contentado con lo humanamente posible. De ese modo, “el mundo mediante su propia sabiduría, no conoció a Dios en su divina
sabiduría” (v. 21). Tanto judíos
como griegos, pues, no supieron descubrir la presencia sabia de Dios que actúa
de modo distinto a las pretensiones
humanas y que se manifiesta en la creación entera. Unos se centraban en el
cumplimiento ritual de una alianza distanciada de la vida y los otros se
quedaban en lo meramente racional, pero ignoraron al dador de la razón. Y ahora
la salvación de Dios en Jesucristo crucificado les parece una locura.
La
cruz, símbolo de debilidad y afrenta, se ha convertido, según la teología de
Pablo en símbolo de la salvación nueva propuesta por Cristo. Lo que para los no
cristianos era escándalo y locura, para los verdaderos seguidores del
crucificado es una oferta diferente de encuentro con el Señor que habla en lo
que para el mundo no tiene sentido, en lo paradójico, en lo que no tiene valor
porque “Dios ha escogido más bien a los
que el mundo tiene por necios para confundir a los sabios; y ha elegido a los débiles del mundo para confundir a los
fuertes. Dios ha escogido lo plebeyo y despreciable del mundo; lo que no es,
para reducir a la nada lo que es” (1 Cor 27- 28). La peor desgracia que era
la crucifixión es ahora una locura bendita y salvadora. Pero ello no porque la
cruz tenga un valor en sí misma, sino porque a través de ella se ha dejado
sentir la fuerza de Dios que crea una identidad nueva para los cristianos.
Para
Pablo, la cruz, escándalo y locura, fue el mayor abajamiento posible de un Dios
que ama con locura al ser humano, pero también viene a ser el modo culmen de
cómo lo divino se acerca a lo humano para enaltecer a este cuando realmente
cree: “la cruz, el mayor abajamiento posible, viene a ser la culminación porque
refleja el modo de ser hombre de Jesús y su modo de ser Dios. Pero también… la
cruz está hablando de cómo es Dios y de cómo es el hombre que cree en Dios”[2]. Por
tanto el que cree en Jesús ha de comprender la paradoja de la cruz como la
mayor cercanía de Dios que se abaja en su Hijo y como aquello que configura su
vida cristiana. Caminos paradójicos, solo los caminos de Señor, comprensibles
sólo para aquellos que con una fe
humilde se acercan a él: El poder de Dios se hace efectivo cada vez que se
predica el evangelio y la gente acepta el mensaje de la fe. Es allí cuando lo
paradójico y loco salva.
El
tiempo actual, acostumbrado a lo inmediato y rentable, es un tiempo nuevo. Sin
embargo la predicación del Evangelio que
genera contradicciones no ha de quedarse relegado, ha de seguir siendo buena
noticia y una noticia siempre nueva, alternativa a la “sabiduría” del mundo. La
locura del crucificado ha de ser “fuerza y sabiduría de Dios” que manifiesta no
el sufrimiento ni la pasividad ante el mal, sino un camino de salvación y una
propuesta de humildad, de abajamiento de nuestras superioridades. Es liberación
de la opresión, de los sistemas que crucifican a los débiles y que, a
diferencia del Cristo crucificado, son propagadores de muerte, mas no de
resurrección que es, finalmente, donde la cruz adquiere el verdadero sentido y
desde donde se puede decir cuerdamente que “la
locura divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina, más fuerte
que las personas” (1 Cor 1, 25).
Bibliografía
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2009 Las
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Tesina de Licenciatura en Teología. Deusto.