La
vocación sacerdotal nace de ese llamado personal por parte de Dios mediante el
cual el hombre se entrega al servicio del Reino de los Cielos. De ahí que, el
sacerdote sea aquel consagrado para ejercer un ministerio de servicio desde
Dios hacia los hombres. Así va propagando y testimoniando el Reino a todos.
El
sacerdote será, así, aquel consagrado a Dios para ser portador y transmisor de
la Buena Noticia de Jesús a los varones
y mujeres de todos los tiempos, siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote
por excelencia, quien trajo la Buena
Nueva del Padre para salvación nuestra y en quien se cimenta el sacerdocio
desde lo que él dijo e hizo, desde su preocupación por los excluidos, la
búsqueda de la igualdad entre todos, la revalorización de la dignidad humana en
general y la llamada misericordiosa a vivir según la voluntad del Padre.
En Cristo, pues, se percibe la cercanía a
todos sin excepción. Ello le da una
característica única: ya no es el sumo sacerdote, el único “puro”, del Antiguo Testamento dedicado al culto en el
templo, pero alejado del pueblo, dedicado únicamente a hacer cumplir la ley por
encima del sufrimiento humano. Cristo rompe esta práctica e inaugura una nueva
forma de vivir el culto: tiene que ver con la vida misma desde la cual se adora
al Señor “en espíritu y en verdad”
(Jn 4, 23- 24), la propia existencia se ofrece como sacrificio, se consagra y
es considerado el culto auténtico a Dios (Rom 12, 1- 2) y la vida en
fraternidad será lugar donde se palpe la presencia de Dios porque “donde hay dos o tres reunidos” en nombre
de Dios, ahí estará él en medio de ellos (Mt 18, 20).
Pero,
si bien es cierto que existe el ministerio sacerdotal mediante el cual uno se
consagra al Señor y actúa en nombre de Cristo (in persona christi), Cristo, además, inaugura una nueva forma de
vivir el sacerdocio también. En el Nuevo Testamento hay una visión nueva del
sacerdocio: el sacerdocio común, según el cual todos somos pueblo de sacerdotes.
El pueblo cristiano no puede olvidar que también participa del sacerdocio común
asumido desde el bautismo por lo cual cada bautizado se compromete al servicio
de la expansión del Reino de Dios en el mundo desde la opción o el estado de
vida en el que se encuentra. El P. Manuel Díaz Mateos afirmará que “En el templo de la historia todos somos
pueblo sacerdotal porque todos nos acercamos a Dios y todos nos ofrecemos a
Dios”[1],
todos los cristianos a través de su vida ofrecen el sacrificio agradable a Dios
a través de la fraternidad y la misericordia, del compromiso en la historia
donde hay que hacer triunfar la salvación de Dios[2]. Y
tienen al único y verdadero sacrificio: Cristo. El sacerdocio, pues, más que un
rito es un proyecto sagrado en la historia del cual todo cristiano es servidor
y por eso somos considerados sacerdotes y tenemos a Cristo por cabeza como el
sacerdote por excelencia. Él es el mediador entre Dios y los hombres, no está
“separado” del pueblo, sino que es cercano, compasivo y misericordioso “pues no tenemos un sumo sacerdote que no
pueda compadecerse de nuestras flaquezas…”(Heb 4, 15- 16).