Introducción
El
matrimonio católico es un estado y una opción de vida en la realidad humana que
desde sus inicios ha sido cimentado sobre la relación de los esposos. Este no
siempre ha estado institucionalizado bajo normas y reglas claras, pero sí,
dentro de la concepción religiosa, como una alianza unida y bendecida por Dios
bajo el consentimiento de los contrayentes.
En el
contexto bíblico encontramos, a partir de la concepción del libro del Génesis,
que fue Dios quien “instituyó” esta unión para que sometan a la creación al
mismo tiempo que fecundan la generación humana. Esta última afirmación será la
que regirá a los antiguos pobladores del pueblo judío quienes asumían el
matrimonio como un medio para multiplicar su descendencia y, a través de esta,
recibir la bendición divina o, mejor dicho, la descendencia (los hijos) era la
bendición recibida de Yavé, por ello asumirán que el no tenerla significaba no
estar en gracia de Dios, es decir, que sobre ellos pesaba una maldición; que
Dios los había abandonado.
Esta
concepción traspasará toda la línea del Antiguo Testamento. Posteriormente en
la era cristiana, incluso hasta nuestros días, si bien es cierto que los hijos
significan una bendición porque es el fruto del amor conyugal, ya no se toma el
hecho de no poderlos tener como una maldición, sino que se tiene la idea, y
esto se corrobora más con la ciencia, que la causa radica más en problemas de
índole físico en las personas.
Pero
hay ciertas concepciones de esta alianza que no pasan puesto que la Iglesia
Católica las considera como las características esenciales del matrimonio; esto
es: el que se ha de contraer matrimonio con una sola persona a la cual se le ha
de ser fiel por toda la vida, que esta alianza tiene carácter indisoluble y
está ordenado a la fecundidad.
En el
presente trabajo se intentará dar una rápida mirada a estas características del
matrimonio y la familia y otras reflexiones nuevas que se encuentran planteadas
en la doctrina del Concilio Vaticano II, específicamente en la Constitución
Pastoral Gaudium et spes. En ella se aprecia, acorde a los nuevos tiempos,
aparte del aspecto sagrado y sacramental, una mirada antropológica de una realidad
que en los últimos tiempos he venido siendo mancillada por las nuevas
concepciones y estructuras sociales.
PLANTEAMIENTO
DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
1.
Breve
esbozo del matrimonio en el contexto del Vaticano II.
El
Concilio Vaticano II supuso un cambio grandioso en la vida de la Iglesia en
todos los sentidos. Es un tiempo de apertura, de “abrir las ventanas” de la
Iglesia para que entre aire fresco, como lo dijera Juan XXIII, en una sociedad
moderna con preocupaciones nuevas y con problemáticas que de una u otra manera
estaban impregnándose en todos los ambientes de la comunidad humana, entre
ellos en la vida matrimonial y familiar.
El
matrimonio, ese sentido iba siendo influenciado por la cultura del desarrollo,
estaba siendo marcado por el espacio largo entre la comunicación interpersonal,
por el consumismo y demás actividades que se han ido afianzando con más fuerza
en la actualidad: como el exceso de trabajo y el poco tiempo que les resta a
las parejas para la comunicación, pues, de un tiempo a esta parte, han tenido
que trabajar indistintamente cruzándose así horarios, opciones de crecimiento
personales y quedando desplazado el espacio que debería haber para el
intercambio de experiencias, sueños, como también el interés como pareja y la
vida conyugal en general. La vida de pareja ha sido seriamente amenazada.
Esto
ciertamente no es, ni en el contexto del Vaticano II como tampoco lo es hoy, producto del desinterés de las parejas, sino
del cambio sustancial de las estructuras que se viene dando en la sociedad. En
efecto, E. Schillebeeckx afirma:
Antes
del siglo XIX, la familia podía apoyarse en una serie de factores objetivos que
no pertenecen a la naturaleza del matrimonio y que contribuyen sin embargo, en
buen aparte, a consolidar su consistencia interna. El conjunto de la comunidad
familiar (abuelos, padres, hijos, e hijos casados), el proyecto común, incluso
el barrio a la aldea entera, constituían una unidad económica de tipo
patriarcal y autoritario (…) El matrimonio y la familia reforzaban los lazos de
una actividad económica y social, y por su parte esta última contribuía a
asegurar la estabilidad de la familia[1].
La
familia, a partir del siglo XIX, y más aún del siglo XX, según lo afirma el autor,
es una comunidad básica de la sociedad que ha ido desmarcándose de su núcleo en
la medida que ha ido saliendo a buscar nuevas alternativas de desarrollo
necesarios para su subsistencia. Ahora lo que se observa cada vez con más
fuerza son individuos que pasan poco tiempo juntos, con horarios distintos y
sin esos proyectos comunes. Son individuos que refuerzan los lazos de una
actividad económica y social, o mejor dicho, refuerzan a los grandes grupos
económicos con poca responsabilidad social. Pero, a diferencia de siglos
pasados el reforzamiento inverso, es decir de la actividad económica hacia las
familias es prácticamente nulo.
Es
esta entonces una realidad que está marcando la vida matrimonial, una realidad
que ha puesto en mundos diferentes a cada cónyuge ya que ambos buscan su
desarrollo en este mundo de escasas oportunidades. Una realidad en la cual las
parejas están llamadas a luchar para mantener su matrimonio.
En la
Constitución Pastoral Gaudium et Spes, además de esta problemática, se hace mención
de diversos aspectos que “oscurecen” la dignidad del matrimonio. El matrimonio
ciertamente goza de un esplendor propio como una comunidad conyugal de amor,
querida e instituida por el Creador desde el origen cuando crea al varón y la
mujer que han de compartir la vida y ser “ayuda adecuada” el uno para el otro,
que han de vivir la complementariedad desde sus diferencias sexuales y han de
compartir la misma dignidad (Gn 1, 27; 2,18). Pero ha entrado en un proceso de
“oscurecimiento” de dicha dignidad a causa de las situaciones propias de la
sociedad actual.
En el
documento se hace mención de la poligamia, el divorcio, el llamado amor libre y
otras deformaciones, el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación. Así mismo de la situación económica, psicológica y civil y el
incremento demográfico como aspectos que determinan el “oscurecimiento” del
matrimonio y la familia. Es por ello que el Concilio Vaticano II, se afirma en
el documento, buscó hacer una exposición clara de la doctrina católica,
haciendo una lectura de los signos de los tiempos y buscando que los cristianos
conozcan y fortalezcan sus convicciones respecto al matrimonio en una sociedad
que claramente se estaba yendo por sendas ajenas al querer de Dios y a lo que
tradicionalmente la Iglesia había venido proponiendo (GS 47).
2.
El
carácter sagrado del matrimonio y la familia
2.1.
Origen
divino del matrimonio y la familia
Una de
las afirmaciones contundentes de la Constitución Pastoral Gaudium et spes al
hablar de la dignidad del matrimonio y la familia es el origen divino del
mismo. La “comunidad conyugal” no es una mera institución humana nacida de
criterios y decisiones humanas, tampoco de convenciones sociales. Ella nace y
se afianza desde el querer de Dios; él es su origen: “fundada por el Creador y en
posesión de sus propias leyes”. Para expresar este carácter divino también
aparecen expresiones como “institución confirmada por la ley divina”, “vínculo
sagrado”, “es el mismo Dios el autor del matrimonio”, “nacido de la fuente
divina”, “que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la
Iglesia” (GS 48).
Sin
embargo, como Dios siempre respeta la dignidad y la libertad del hombre deja
que este decida. La vocación al matrimonio y la familia tampoco puede ser una
imposición arbitraria suya, sino que nace, además, como un acto humano del
consentimiento libre y personal de los cónyuges: “se establece sobre la alianza
de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable” (GS
48)
Entonces,
la vocación al matrimonio, como se puede ver en el documento conciliar y como
ya se había formulado en el Antiguo Testamento no es una opción que el hombre
buscó, sino fue Dios quien puso en su corazón esta vocación. Vocación, es
decir, llamado, porque la pareja tiene que responder mediante el
consentimiento, no obligación. Así, en el principio de los tiempos, según se
lee en libro del Génesis, Dios primero creo a la mujer como “ayuda idónea” del
varón, luego les dice que han de poblar la tierra, es decir, que las
generaciones que nazcan de ellos tendrán la tendencia a buscar su complemento,
tendrán esa vocación de compartir la vida con un ser al que deben amar, por quien
han de dejar padre y madre para formar un hogar. En ese sentido, la vida
matrimonial y familiar, es y debe ser una vocación de amor, amor que nace desde
Dios y que se comparte con el otro:
Dios
que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación
fundamental e innata de todo ser humano (…) Habiéndolos creado Dios hombre y
mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e
indefectible con que Dios ama la hombre (…) y este amor que Dios bendice es
destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la
creación (CEC 1604)
En el origen, pues,
Dios crea al ser humano por amor y le infunde esa vocación al amor, a “imagen y
semejanza” suya. Esa vocación se vive entre los semejantes. Pero entre la
pareja se vive mutuamente y se comparte a lo largo de la vida en una
comunicación que será, como lo afirma Antonio Arza, “una interpretación exacta
del amor de Dios”[2].
2.2.
Comunión,
alianza de amor a semejanza de Cristo y su Iglesia.
La
Iglesia toma al matrimonio como una alianza. Una alianza en tanto que se da
desde una respuesta a una vocación, un consentimiento personal y libre ante un
llamado de amor libre también. Es por ello que se habla del consentimiento
matrimonial puesto que una alianza para darse necesita de un consenso de ambas
partes implicadas: “El consentimiento matrimonial es el acto por el cual el
varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para
constituir el matrimonio”[3].
Este
consentimiento es un hecho por razón del cual dos personas de géneros sexuales
diferentes se dan, como también se aceptan, para formar una sociedad
matrimonial. Se dan de manera libre y voluntaria.
La
imagen de “alianza” no es nueva en la doctrina del Concilio Vaticano II en
cuanto es extraída de la literatura bíblica del Antiguo Testamento cuando se la
toma para expresar la relación de Dios con su pueblo, una relación de recíproca
fidelidad: Ella expresa “el carácter del amor de Dios a su pueblo. Israel
aparece como la novia o la esposa del Señor, que ha sido elegida y favorecida”[4] a pesar de las constantes
infidelidades. Lo nuevo, según afirman los teólogos actuales, es la preferencia
o la superposición de este término al de “contrato”, que era el imperante en la
teología preconciliar y que hacía hincapié más en el aspecto jurídico y
biológico antes que en una alianza de aceptación, una comunión de amor y de promesa
de vida recíprocos.
En el
Nuevo Testamento, esta imagen de alianza se renueva. Las promesas de la alianza
veterotestamentaria se cumplen en la persona de Jesucristo en quien la
humanidad se acerca más a Dios y este se da oblativamente. Como nos dice
Gonzalo Flores, en Jesucristo “se realizan las bodas de Dios con la
humanidad…Dios nos da la mejor prueba de su amor al hombre, de su voluntad de
establecer con la humanidad una alianza eterna[5]”. Es una alianza con la
vida misma, con la propia historia del hombre en sus luces y sombras, en sus
alegrías y sufrimientos, para toda la vida. La alianza matrimonial encarna
también esta dimensión.
Pero
las promesas divinas siguieron manifestándose en el misterio de la Iglesia,
esposa de Cristo, cuerpo a través del cual Dios derrama sus gracias a sus
miembros en Cristo. Los esposos, en este sentido, son miembros de ese
cuerpo y al unirse en alianza
matrimonial son portadores de la gracia divina y transmisores de la misma
porque a través del matrimonio Dios sale a su encuentro y permanece con ellos
para que mediante la unión “en una sola carne” (Mt 19, 6) y la entrega mutua se
amen con perpetua fidelidad tal como Cristo amó y se entregó por la Iglesia
(cf. GS 48). Por tanto, en la alianza matrimonial, los esposos deben amarse
como Cristo amó a su Iglesia (Ef 5, 25. 29).
2.3.
Espacio
y camino de santidad
2.3.1.
Los
efectos del sacramento del matrimonio
Este
sacramento origina en los cónyuges en primer lugar un vínculo para toda la
vida. Además, que es exclusivo por el mismo hecho que está vinculado con la
fidelidad. Un vínculo que se irá afianzando a medida que la pareja baya
compartiendo su vida y respetándose. Por otro lado, como el matrimonio
cristiano es una institución bendecida por Cristo, los cónyuges son
fortalecidos por él y consagrados para vivir su opción de vida de la mejor manera
y puedan ser útiles desde su estado a la Iglesia y al anuncio del Evangelio.
Con este sacramento, los esposos, también se convierten en portadores del
mensaje cristiano: “En su modo y estado de vida (los cónyuges cristianos)
tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios” (…) “se ayudan mutuamente a
santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de
los hijos”[6].
Del
matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en
el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados
por un sacramento peculiar para los
deberes y la dignidad de su estado.
2.3.2.
Exigencias
esenciales del matrimonio
La
unión de amor comporta en su esencia tres características fundamentales que se
han venido recogiendo desde el inicio de la historia del hombre pasando por la
reafirmación bajo la predicación de Jesús para establecerse hoy como reglas
dentro de la Iglesia; estas son: la unidad e indisolubilidad, la fidelidad y la
apertura a la fecundidad.
Unidad
e indisolubilidad que suponen un único vínculo de amor, un único Dios. Una
comunidad establecida ya no como dos personas distintas, sino como una sola en
el amor: una unidad de vida. La indisolubilidad por su parte significa que el
compromiso es asumido para toda la vida: lo que Dios ha unido que no lo separe
el hombre.
La
fidelidad conlleva un amor desinteresado y respetuoso a una única pareja. Esto
es consecuencia de la entrega de sí mismos que se hacen los esposos. No siempre
les va a ser fácil atarse para toda una vida a un ser humano, pero ahí entra en
juego la capacidad y la madurez que tengan ambos para aceptar las diferencias
del otro cada día, todos los días.
Por último,
la apertura a la fecundidad es la disposición a la procreación y el cuidado de
los hijos, fruto de su amor, asumiendo la llegada de estos no como una carga, antes,
por el contrario; como una bendición y un don de Dios: “Los hijos son,
ciertamente, el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de
sus mismos padres”[7].
[1] E. Schillebeeckx, El matrimonio realidad terrena y misterio
de salvación, pp. 15– 16.
[2] A. Arza. El problema teológico y moral de la
fecundidad. En: Estudios sobre la
Constitución Gaudium et spes, p.235.
[3] CIC. 1057,2.
[6] Vaticano II Lumen Gentium, n. 11 y 41.