viernes, 31 de agosto de 2018

El matrimonio y la familia en el Concilio Vaticano II: Gaudium et Spes



Introducción

El matrimonio católico es un estado y una opción de vida en la realidad humana que desde sus inicios ha sido cimentado sobre la relación de los esposos. Este no siempre ha estado institucionalizado bajo normas y reglas claras, pero sí, dentro de la concepción religiosa, como una alianza unida y bendecida por Dios bajo el consentimiento de los contrayentes.
En el contexto bíblico encontramos, a partir de la concepción del libro del Génesis, que fue Dios quien “instituyó” esta unión para que sometan a la creación al mismo tiempo que fecundan la generación humana. Esta última afirmación será la que regirá a los antiguos pobladores del pueblo judío quienes asumían el matrimonio como un medio para multiplicar su descendencia y, a través de esta, recibir la bendición divina o, mejor dicho, la descendencia (los hijos) era la bendición recibida de Yavé, por ello asumirán que el no tenerla significaba no estar en gracia de Dios, es decir, que sobre ellos pesaba una maldición; que Dios los había abandonado.
Esta concepción traspasará toda la línea del Antiguo Testamento. Posteriormente en la era cristiana, incluso hasta nuestros días, si bien es cierto que los hijos significan una bendición porque es el fruto del amor conyugal, ya no se toma el hecho de no poderlos tener como una maldición, sino que se tiene la idea, y esto se corrobora más con la ciencia, que la causa radica más en problemas de índole físico en las personas.
Pero hay ciertas concepciones de esta alianza que no pasan puesto que la Iglesia Católica las considera como las características esenciales del matrimonio; esto es: el que se ha de contraer matrimonio con una sola persona a la cual se le ha de ser fiel por toda la vida, que esta alianza tiene carácter indisoluble y está ordenado a la fecundidad.
En el presente trabajo se intentará dar una rápida mirada a estas características del matrimonio y la familia y otras reflexiones nuevas que se encuentran planteadas en la doctrina del Concilio Vaticano II, específicamente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes. En ella se aprecia, acorde a los nuevos tiempos, aparte del aspecto sagrado y sacramental, una mirada antropológica de una realidad que en los últimos tiempos he venido siendo mancillada por las nuevas concepciones y estructuras sociales.

PLANTEAMIENTO DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
1.    Breve esbozo del matrimonio en el contexto del Vaticano II.
El Concilio Vaticano II supuso un cambio grandioso en la vida de la Iglesia en todos los sentidos. Es un tiempo de apertura, de “abrir las ventanas” de la Iglesia para que entre aire fresco, como lo dijera Juan XXIII, en una sociedad moderna con preocupaciones nuevas y con problemáticas que de una u otra manera estaban impregnándose en todos los ambientes de la comunidad humana, entre ellos en la vida matrimonial y familiar.
El matrimonio, ese sentido iba siendo influenciado por la cultura del desarrollo, estaba siendo marcado por el espacio largo entre la comunicación interpersonal, por el consumismo y demás actividades que se han ido afianzando con más fuerza en la actualidad: como el exceso de trabajo y el poco tiempo que les resta a las parejas para la comunicación, pues, de un tiempo a esta parte, han tenido que trabajar indistintamente cruzándose así horarios, opciones de crecimiento personales y quedando desplazado el espacio que debería haber para el intercambio de experiencias, sueños, como también el interés como pareja y la vida conyugal en general. La vida de pareja ha sido seriamente amenazada.
Esto ciertamente no es, ni en el contexto del Vaticano II como tampoco lo es hoy,  producto del desinterés de las parejas, sino del cambio sustancial de las estructuras que se viene dando en la sociedad. En efecto, E. Schillebeeckx afirma:
Antes del siglo XIX, la familia podía apoyarse en una serie de factores objetivos que no pertenecen a la naturaleza del matrimonio y que contribuyen sin embargo, en buen aparte, a consolidar su consistencia interna. El conjunto de la comunidad familiar (abuelos, padres, hijos, e hijos casados), el proyecto común, incluso el barrio a la aldea entera, constituían una unidad económica de tipo patriarcal y autoritario (…) El matrimonio y la familia reforzaban los lazos de una actividad económica y social, y por su parte esta última contribuía a asegurar la estabilidad de la familia[1].
La familia, a partir del siglo XIX, y más aún del siglo XX, según lo afirma el autor, es una comunidad básica de la sociedad que ha ido desmarcándose de su núcleo en la medida que ha ido saliendo a buscar nuevas alternativas de desarrollo necesarios para su subsistencia. Ahora lo que se observa cada vez con más fuerza son individuos que pasan poco tiempo juntos, con horarios distintos y sin esos proyectos comunes. Son individuos que refuerzan los lazos de una actividad económica y social, o mejor dicho, refuerzan a los grandes grupos económicos con poca responsabilidad social. Pero, a diferencia de siglos pasados el reforzamiento inverso, es decir de la actividad económica hacia las familias es prácticamente nulo.
Es esta entonces una realidad que está marcando la vida matrimonial, una realidad que ha puesto en mundos diferentes a cada cónyuge ya que ambos buscan su desarrollo en este mundo de escasas oportunidades. Una realidad en la cual las parejas están llamadas a luchar para mantener su matrimonio.
En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, además de esta problemática, se hace mención de diversos aspectos que “oscurecen” la dignidad del matrimonio. El matrimonio ciertamente goza de un esplendor propio como una comunidad conyugal de amor, querida e instituida por el Creador desde el origen cuando crea al varón y la mujer que han de compartir la vida y ser “ayuda adecuada” el uno para el otro, que han de vivir la complementariedad desde sus diferencias sexuales y han de compartir la misma dignidad (Gn 1, 27; 2,18). Pero ha entrado en un proceso de “oscurecimiento” de dicha dignidad a causa de las situaciones propias de la sociedad actual.
En el documento se hace mención de la poligamia, el divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones, el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Así mismo de la situación económica, psicológica y civil y el incremento demográfico como aspectos que determinan el “oscurecimiento” del matrimonio y la familia. Es por ello que el Concilio Vaticano II, se afirma en el documento, buscó hacer una exposición clara de la doctrina católica, haciendo una lectura de los signos de los tiempos y buscando que los cristianos conozcan y fortalezcan sus convicciones respecto al matrimonio en una sociedad que claramente se estaba yendo por sendas ajenas al querer de Dios y a lo que tradicionalmente la Iglesia había venido proponiendo (GS 47).

2.    El carácter sagrado del matrimonio y la familia
2.1.             Origen divino del matrimonio y la familia
Una de las afirmaciones contundentes de la Constitución Pastoral Gaudium et spes al hablar de la dignidad del matrimonio y la familia es el origen divino del mismo. La “comunidad conyugal” no es una mera institución humana nacida de criterios y decisiones humanas, tampoco de convenciones sociales. Ella nace y se afianza desde el querer de Dios; él es su origen: “fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes”. Para expresar este carácter divino también aparecen expresiones como “institución confirmada por la ley divina”, “vínculo sagrado”, “es el mismo Dios el autor del matrimonio”, “nacido de la fuente divina”, “que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia” (GS 48).
Sin embargo, como Dios siempre respeta la dignidad y la libertad del hombre deja que este decida. La vocación al matrimonio y la familia tampoco puede ser una imposición arbitraria suya, sino que nace, además, como un acto humano del consentimiento libre y personal de los cónyuges: “se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable” (GS 48)
Entonces, la vocación al matrimonio, como se puede ver en el documento conciliar y como ya se había formulado en el Antiguo Testamento no es una opción que el hombre buscó, sino fue Dios quien puso en su corazón esta vocación. Vocación, es decir, llamado, porque la pareja tiene que responder mediante el consentimiento, no obligación. Así, en el principio de los tiempos, según se lee en libro del Génesis, Dios primero creo a la mujer como “ayuda idónea” del varón, luego les dice que han de poblar la tierra, es decir, que las generaciones que nazcan de ellos tendrán la tendencia a buscar su complemento, tendrán esa vocación de compartir la vida con un ser al que deben amar, por quien han de dejar padre y madre para formar un hogar. En ese sentido, la vida matrimonial y familiar, es y debe ser una vocación de amor, amor que nace desde Dios y que se comparte con el otro:
Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano (…) Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama la hombre (…) y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación (CEC 1604)
En el origen, pues, Dios crea al ser humano por amor y le infunde esa vocación al amor, a “imagen y semejanza” suya. Esa vocación se vive entre los semejantes. Pero entre la pareja se vive mutuamente y se comparte a lo largo de la vida en una comunicación que será, como lo afirma Antonio Arza, “una interpretación exacta del amor de Dios”[2].
2.2.             Comunión, alianza de amor a semejanza de Cristo y su Iglesia.
La Iglesia toma al matrimonio como una alianza. Una alianza en tanto que se da desde una respuesta a una vocación, un consentimiento personal y libre ante un llamado de amor libre también. Es por ello que se habla del consentimiento matrimonial puesto que una alianza para darse necesita de un consenso de ambas partes implicadas: “El consentimiento matrimonial es el acto por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio”[3].
Este consentimiento es un hecho por razón del cual dos personas de géneros sexuales diferentes se dan, como también se aceptan, para formar una sociedad matrimonial. Se dan de manera libre y voluntaria.
La imagen de “alianza” no es nueva en la doctrina del Concilio Vaticano II en cuanto es extraída de la literatura bíblica del Antiguo Testamento cuando se la toma para expresar la relación de Dios con su pueblo, una relación de recíproca fidelidad: Ella expresa “el carácter del amor de Dios a su pueblo. Israel aparece como la novia o la esposa del Señor, que ha sido elegida y favorecida”[4] a pesar de las constantes infidelidades. Lo nuevo, según afirman los teólogos actuales, es la preferencia o la superposición de este término al de “contrato”, que era el imperante en la teología preconciliar y que hacía hincapié más en el aspecto jurídico y biológico antes que en una alianza de aceptación, una comunión de amor y de promesa de vida recíprocos.
En el Nuevo Testamento, esta imagen de alianza se renueva. Las promesas de la alianza veterotestamentaria se cumplen en la persona de Jesucristo en quien la humanidad se acerca más a Dios y este se da oblativamente. Como nos dice Gonzalo Flores, en Jesucristo “se realizan las bodas de Dios con la humanidad…Dios nos da la mejor prueba de su amor al hombre, de su voluntad de establecer con la humanidad una alianza eterna[5]”. Es una alianza con la vida misma, con la propia historia del hombre en sus luces y sombras, en sus alegrías y sufrimientos, para toda la vida. La alianza matrimonial encarna también esta dimensión.
Pero las promesas divinas siguieron manifestándose en el misterio de la Iglesia, esposa de Cristo, cuerpo a través del cual Dios derrama sus gracias a sus miembros en Cristo. Los esposos, en este sentido, son miembros de ese cuerpo  y al unirse en alianza matrimonial son portadores de la gracia divina y transmisores de la misma porque a través del matrimonio Dios sale a su encuentro y permanece con ellos para que mediante la unión “en una sola carne” (Mt 19, 6) y la entrega mutua se amen con perpetua fidelidad tal como Cristo amó y se entregó por la Iglesia (cf. GS 48). Por tanto, en la alianza matrimonial, los esposos deben amarse como Cristo amó a su Iglesia (Ef 5, 25. 29).

2.3.             Espacio y camino de santidad

2.3.1.   Los efectos del sacramento del matrimonio
Este sacramento origina en los cónyuges en primer lugar un vínculo para toda la vida. Además, que es exclusivo por el mismo hecho que está vinculado con la fidelidad. Un vínculo que se irá afianzando a medida que la pareja baya compartiendo su vida y respetándose. Por otro lado, como el matrimonio cristiano es una institución bendecida por Cristo, los cónyuges son fortalecidos por él y consagrados para vivir su opción de vida de la mejor manera y puedan ser útiles desde su estado a la Iglesia y al anuncio del Evangelio. Con este sacramento, los esposos, también se convierten en portadores del mensaje cristiano: “En su modo y estado de vida (los cónyuges cristianos) tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios” (…) “se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos”[6].
Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado.
2.3.2.   Exigencias esenciales del matrimonio
La unión de amor comporta en su esencia tres características fundamentales que se han venido recogiendo desde el inicio de la historia del hombre pasando por la reafirmación bajo la predicación de Jesús para establecerse hoy como reglas dentro de la Iglesia; estas son: la unidad e indisolubilidad, la fidelidad y la apertura a la fecundidad.
Unidad e indisolubilidad que suponen un único vínculo de amor, un único Dios. Una comunidad establecida ya no como dos personas distintas, sino como una sola en el amor: una unidad de vida. La indisolubilidad por su parte significa que el compromiso es asumido para toda la vida: lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
La fidelidad conlleva un amor desinteresado y respetuoso a una única pareja. Esto es consecuencia de la entrega de sí mismos que se hacen los esposos. No siempre les va a ser fácil atarse para toda una vida a un ser humano, pero ahí entra en juego la capacidad y la madurez que tengan ambos para aceptar las diferencias del otro cada día, todos los días.
Por último, la apertura a la fecundidad es la disposición a la procreación y el cuidado de los hijos, fruto de su amor, asumiendo la llegada de estos no como una carga, antes, por el contrario; como una bendición y un don de Dios: “Los hijos son, ciertamente, el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres”[7].






[1]  E. Schillebeeckx, El matrimonio realidad terrena y misterio de salvación, pp. 15– 16.
[2] A. Arza. El problema teológico y moral de la fecundidad. En: Estudios sobre la Constitución Gaudium et spes, p.235.
[3]  CIC. 1057,2.
[4] G. Flores. Matrimonio y familia, p. 177.
[5] Ibid, pp. 178- 179.
[6]  Vaticano II Lumen Gentium, n. 11 y 41.
([7] ) Vaticano II Gaudium et Spes, n. 50, 1.