sábado, 2 de noviembre de 2013

Justicia y Paz

Justicia y Paz es una orientación prioritaria, una manera de vivir y de actuar, para toda la familia dominicana: es nuestra misión como Predicadores del Reino.
Esta frase es la que, de alguna manera define la acción dominicana en bien de la justicia y la paz en el mundo. Como predicadores del Evangelio, los dominicos queremos transmitir a la sociedad la opción por la vivencia de la paz y la justicia desde los estados de vida que cada uno pueda tener y los contextos en los cada quien se encuentre inserto.
 Justicia y paz es lo que anhela todo ser humano para poder vivir y desarrollarse con libertad. Justicia y paz es el grito que millones de personas elevan cuando la violencia, la marginación y la desgarradora indiferencia entre unos y otros se hacen cada vez más patentes, cuando la injusticia se instala en todos los estamentos sociales  dejando tras de sí la, a veces  comprensible, pero nada positiva, desconfianza hacia los demás. Justicia y paz claman nuestros hermanos y hermanas cuyos derechos vitales, intrínsecos les son violados una y otra vez: Nada más pensar en la situación de los inmigrantes, en la trata de personas, en los encarcelados injustamente, en las mujeres y los niños maltratados socialmente e, incluso, en el mismo seno familia. Pensar en el racismo y la marginación que, lamentablemente, siguen arraigados en el comportamiento social; la explotación laboral, las guerras, etc.
Es por ello que la Comisión de Justicia y Paz, organización católica fundada por el Papa Pablo VI en 1967, quiere crear en los varones y las mujeres de nuestro tiempo esa conciencia humanitaria de velar, defender y promover los derechos humanos y los derechos de los pueblos, la justicia social y la solidaridad como principios para conseguir la paz desde nuestro ser cristiano.  Los dominicos insertos en la vida eclesial asumen también esta prioridad.
Cada uno, entonces, desde su condición de vida debe ser portador de ese anhelo de paz y justicia desde lo profundo de su ser, pero al mismo tiempo, hay que vivir desde ese anhelo; exteriorizarlo mediante acciones pacíficas y justas: no puedo, pues, anhelar y exigir, lo que no estoy dispuesto a vivir primero. Como cristianos y como dominicos hay que ser predicadores de esperanza, haciendo resonar que un mundo diferente sí es posible: hay que ser portavoces de la justicia y la paz que tanto anhelan nuestros pueblos.

lunes, 6 de mayo de 2013

El concepto de “acción” en la obra de Hannah Arendt: “La condición humana”.


El ser humano a lo largo de la historia siempre ha buscado darle un sentido a su vida, a su mundo y a todo cuanto realiza. Un sentido que lo haga sentirse humano, que lo haga sentirse él mismo entre muchos con quienes, a la vez que se siente igual, en tanto individuo con dignidad y derechos, también se percibe diferente en cuanto a sus características propias, sus ideas y la concepción de la realidad: no es una mera repetición del otro, es distinto y, como tal exige que sea respetado y escuchado.
Hannah Arendt, en La condición humana, justamente reflexiona el tema de la acción buscando comprender y explicar la vida del hombre desde la búsqueda de sentido, la idea de igualdad y distinción entre cada ser humano desde lo cual surge la pluralidad. La pluralidad que será, para la autora, la condición primordial para que se dé la acción y el discurso.
La acción, así, será entendida como esa condición humana de recrear su vida dentro de la pluralidad, de empezar de nuevo, de reinventar la propia vida desde un nuevo comienzo, un nuevo nacimiento en la esfera social (concepción de natalidad). A través de la acción es que se va insertando en ese mundo plural en el cual, el hombre, se da a conocer tal cual es desde su diferencia para, de ese modo, hacerse presente y formar parte de la comunidad humana, no para repetir y ser lo que otros, sino para ser él mismo, para comunicar su propio yo, demostrar quién es y, de este modo, ser un agente social que aparece ante el mundo y no un mero objeto al que se puede tratar como venga en gana, ni un animal del cual se puede disponer en todo momento sin que tenga voz de reclamo. A través de la acción y el discurso, pues, es que la persona va a existir para el mundo y le va a dar un sentido a este mundo.
 A través de la acción también se aparece con cosas nuevas y se va configurando la historia de la humanidad: el hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable[1]. Y por ser la acción una actividad de todo hombre  que implica lo inesperado en los actos humanos facilita, igualmente, que haya convivencias llevaderas entre los hombres pues cada ocasión significa un nuevo modo de vivir y llevar adelante nuevos proyectos: qué tedioso sería una vida rutinaria en la cual no hay novedad, todo es lo mismo, todo es predecible. Ella sería una vida robótica, no humana porque lo humano tiene como característica el ser impredecible y espontáneo. En lo humano siempre está lo novedoso, lo misterioso. Pero ello no es obstáculo para vivir la pluralidad y la vida de relación social. Al contrario, la vida se enriquece.
Hannah Arendt cree que la acción, como la forma del darse a conocer al mundo humano desde su propia identidad, necesariamente necesita de la pluralidad, de los otros, con los cuales intercambiar pareceres y crear esa trama que significan las relaciones humanas y con quienes tomar decisiones que afecten a todos.  Solamente entre los demás hombres es posible la acción y el discurso porque es el único espacio en que cada uno se realiza humanamente y es reconocido como igual, pero también como ser único y a la vez distinto que necesita ser escuchado aun siendo de la condición que sea. Esto último es precisamente lo que actualmente se niega a muchos cuando se los ignora, se les vulnera sus derechos bajo diferentes excusas y calificaciones que no hacen más que negarles la posibilidad de ser parte de la sociedad de gentes libres con todos los derechos. Pero más que parte de la sociedad, creo, parte de la humanidad, miembros activos semejantes a todos que, más que pertenecer a un determinado país, pertenecen a esa gran conglomeración de seres humanos. Por tanto, deben ser tratados como tales mas no como los otros, los desechables, los menos ciudadanos como es el caso de la concepción actual de los estados europeos respecto a los inmigrantes.
El ser humano siempre está en lucha por hacerse escuchar, por tener su propia identidad en medio de la pluralidad humana. Puede ser que esta pluralidad no siempre le sea favorable, pero ahí está intentando unir su propia historia a la historia de la humanidad desde lo que cree, desde lo que piensa y hace: desde sus ideas. Y es justamente que desde sus propias ideas es que entra en confrontación y debates con el resto lo que permite, de alguna manera, su realización al mismo tiempo que su compromiso y el hecho de hacer promesas.
Lo interesante de todo ello y de la característica de la vida humana de  la acción es que esta no es algo terminado. La acción es todo un proceso constante en el ser humano, nunca se agota, como dirá Arendt, en un acto individual, sino que prosigue a lo largo de toda la vida pues toda la vida es acción para el hombre. La acción no tiene fin al igual que el afán de relación que tiene el ser humano. Ello, claro está, amparado en la espontaneidad, en la libertad, en la comprensión, en la capacidad de hacer promesas, en el carácter impredecible de las acciones humanas: en la posibilidad de empezar siempre de nuevo.
En fin mediante la acción se entiende que cada hombre no es la repetición del otro. Cada quien es único, pero al mismo tiempo igual al otro con el cual se comparte la acción y el discurso que es lo propio de cada individuo y que tiene que ver con un nuevo comienzo dado siempre en la relación con los otros, nunca aisladamente, porque sólo en contacto con los otros, en el entrenos, es que se va a lograr el reconocimiento y la representatividad.
 



([1])  H. Arendt, La condición humana, p. 236.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Ciudadano y Estado: Kant - Hobbes


Diferencia en la concepción que tiene del ciudadano/súbdito de Kant en comparación al modelo de Estado de Hobbes.
El modelo de Estado que propone Hobbes es aquel Leviatán  instaurado para velar por el desarrollo de los ciudadanos a los cuales asegure un espacio de paz en el que puedan desenvolverse libremente. Para que garantice a sus súbditos la igualdad ante la ley y cargos públicos, la preservación de la vida ante los peligros y buscando que se respeten sus derechos.
Así, el Leviatán tendrá la tarea de crear espacios necesarios en el que el ciudadano puede desarrollarse de manera libre ejerciendo y poniendo en acción todas sus capacidades con el fin de asegurarse una vida digna, y obviamente, encontrar los medios necesarios con los cuales pueda conservar su propia vida como el derecho más preciado que tiene para sí, el valor fundamental.
Además de ello está la noción de igualdad y libertad que exige que todos los ciudadanos sean tratados igualitariamente, que se respeten entre sí, salvaguardando el afán de desarrollo que tiene cada quien pues para Hobbes los hombres son egoístas por naturaleza y en ese sentido buscan superarse individualmente y, como cada hombre tiene las mismas aspiraciones, entonces esto los lleva a confrontarse y es allí donde debe actuar el Estado como un ente que propicie la paz y bienestar social, un ente supremo a quien le delegan el poder con la finalidad de que implante el orden y demás mecanismos que contribuyan a la buena relación entre los hombres.
Sin embargo el Estado hobbsiano como un ente rector no queda supeditado a los reclamos de los súbditos aunque haya un contrato de por medio. Es decir, que hay un vínculo entre ciudadano y Estado; un contrato. Pero este contrato, según Hobbes, es unilateral ya que obliga únicamente al súbdito más no al Leviatán. De ahí que si éste comete injusticias contra aquel no está en la obligación de hacerle reparaciones, rendirle cuentas ni sentarse a negociar. El ciudadano, pues, no puede enfrentarse al Estado así sea injusto y dictatorial; solo tiene la obligación de sometérsele si es que desea preservar sus derechos y, entre ellos, la vida.
Viendo esta parcialidad y las necesidades que tiene el ciudadano es que necesariamente tiene que estar sometido al Leviatán pues en él, del modo que gobierne, encontrará cierto respaldo. De ahí que haya en las personas tres elementos importantes, según Hobbes, para buscar el Leviatán. El primero será el miedo a la muerte, violenta, pues el individuo tiene en la vida lo más valioso, el derecho al que hay que conservar por sobre todo. Entonces el temor es un primer elemento que hace que los ciudadanos busquen el Leviatán.
Un segundo elemento es el deseo de cosas necesarias para la sobrevivencia y el confort. Esto bajo la concepción que ya se venía diciendo de la tarea del Estado de brindar espacios seguros para el buen desarrollo de sus ciudadanos; el Estado asegura condiciones favorables para que puedan desarrollar sus capacidades y así mantengan su vida amparada bajo un propio proyecto.
El tercer elemento en la concepción hobbsiana por el que se busca el Leviatán es la esperanza de obtener las cosas por medio del trabajo. Es decir que, si bien es cierto el súbdito está sometido al Estado, conserva la libertad de emprender sus propios proyectos y negocios bajo sus propias reglas porque es dueño de su trabajo. El trabajo, pues, le va a permitir conseguir el sustento necesario para preservar su vida, ello, obviamente, facilitado por las condiciones propicias que el ente rector le asegure.
Kant por su parte expone su teoría de  ciudadano/súbdito desde la concepción del deber. Es decir, que cada ciudadano está sujeto a las leyes creadas por el Estado, elegido por el pueblo, a las cuales debe respetar y obedecer no por el hecho de que ellas le permiten tener una vida segura, no por miedo, conveniencia o interés, sino por la firme convicción de hacer lo que hay que hacer, de que es lo correcto como súbdito que debe obediencia al Estado; el deber por el deber.
Este ciudadano/súbdito, ciertamente va a conservar su libertad, igualdad e independencia. Libertad que lo lleve a buscar los medios convenientes para desarrollarse humana y socialmente siempre y cuando no dañe a los demás ni los utilice como medios para lograr algo sino como fines en sí mismos. Pero ello no significa que no les exige el respeto de sus derechos, sino que, como iguales por ser ambos súbditos del Estado, los puede coaccionar, con las leyes que defiende y ha impuesto el soberano, para reclamar y defender lo que es suyo. En este sentido la igualdad en cuanto súbdito significa que cada miembro de la comunidad tiene derechos de coacción frente a cualquier otro mediante la ley pública, coacción a la cual no está sometido el jefe de estado ya que es a través de él que puede ser ejercida la coacción jurídica, él regula la sociedad con la ley. De lo contrario no habría un ente rector y la posibilidad de subordinación se remontaría al infinito.
El jefe de Estado, entonces,  bajo ninguna circunstancia puede ser coaccionado por el súbdito aunque sí existe la posibilidad de mostrarse en desacuerdo con él ya que el pueblo, en la concepción kantiana, tiene sus derechos inalienables frente al jefe de Estado, aunque no puedan ser derechos de coacción. Esta sería, pues, la diferencia con Hobbes ya que según este, el jefe de Estado no está vinculado en modo alguno con el pueblo mediante el contrato, y por ello nunca puede incurrir en injusticia contra el ciudadano del cual puede disponer como desee sin que este último tenga derecho a reclamar. Para Kant aquella postura no es del todo correcta pues el ciudadano como ser libre y racional puede expresar su disconformidad con el jefe de Estado ya que admitir que el soberano ni siquiera puede equivocarse o ignorar alguna cosa sería imaginarlo como un ser sobrehumano dotado de inspiración celestial. Esto vendría a ser parte del uso público de la razón propuesta por Kant.
La igualdad en cuanto súbditos además supone la licitud de que cada miembro de la comunidad pueda alcanzar dentro de ella una posición de cualquier nivel hasta donde sus capacidades, talentos y suerte le permitan. De ahí que a nadie se le puede impedir ejercer libremente sus funciones, usadas racionalmente, para lograr su desarrollo. Sin embargo esta igualdad no ha de ser considerada en lo referente al derecho de dictar leyes ya que para ello sí se requiere de personas que estén facultadas al respecto, lo que no quita que sean consideradas como voluntad del pueblo y, por lo mismo, obedecerlas. Los ciudadanos con dichas facultades para la legislación, con derecho a voto, los considerados citoyen o ciudadanos del Estado tienen que ser dueños de sí mismos y no estar bajo la dependencia de nadie. Es la independencia como ciudadano/súbdito para ser parte dentro de la legislación.
Concluyendo podríamos, entonces decir, que la diferencia entre la concepción de Kant y Hobbes radica en que el primero propone el respeto a la ley y al Estado no determinado por ninguna conveniencia, interés o miedo sino que lo hace porque considera que es lo que hay que hacer, por el deber ser. En cambio el segundo sí considera tanto el miedo a la muerte, el deseo de cosas necesarias para una vida de confort, así como la esperanza de obtener las cosas por medio del trabajo, amparado en la protección del Estado, el móvil para buscar al Leviatán y consiguientemente respetar sus leyes.
Otra diferencia sería el hecho de que Hobbes crea tajantemente que el Leviatán no tiene que rendirle cuentas bajo, ningún motivo, al súbdito al cual lo puede tratar como le parezca mejor. Éste ni siquiera puede expresar su disconformidad aunque el soberano sea un déspota. En cambio en Kant, si bien es cierto tampoco el jefe de Estado puede ser coaccionado por el súbdito, existe la posibilidad, amparado en su libertad de opinión o uso público de la razón, de que el ciudadano exprese su disconformidad con determinadas normativas lo que es considerado por Kant como desobediencia civil. Además debemos considerar que en la concepción kantiana los derechos del pueblo se mantienen inalienables frente al jefe de Estado, pero claro, nunca puede revelarse, nunca puede coaccionarlo pues es el único que permite que la sociedad tenga orden, es el único que custodia la ley; el Estado es fundamental para la sociedad porque éste la regula con la ley.

                       




domingo, 4 de noviembre de 2012

La Paz en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes

Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual.
Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.
Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).

domingo, 30 de septiembre de 2012

“Justicia transicional"

Posibilidad de aplicar "justicia transicional" en el modelo político de Hobbes
Justicia transicional es ese proceso de justicia, reparaciones, de buscar la verdad en una determinada sociedad que está en un periodo de tránsito de un estado de represión, violencia y autoritarismo a uno democrático o por lo menos con nuevas perspectivas políticas. Esta justicia transicional dentro de este proceso viene a ser como el modo de cómo se afrontan los hechos violentos pasados y cómo se proyecta una solución a futuro y los medios y herramientas que se utilizan para dicho objetivo viendo que se respeten los derechos de los ciudadanos.
Ahora bien esa noción de justicia transicional podría aplicarse al modelo político de Hobbes en el sentido de que este plantea la idea de que el estado, el Leviatán está instaurado para que vele por el desarrollo de los ciudadanos y le asegure un espacio de paz en el que pueda desenvolverse libremente. Para que garantice a sus súbditos la igualdad ante la ley y cargos públicos, la preservación de la vida ante los peligros y buscando que se respeten sus derechos. Justamente ello es, entre otras cosas, lo que se persigue con la justicia transicional: asegurar los derechos, la justica y la paz, proteger a los ciudadanos en un proceso a la democratización.
Viéndolo desde esta perspectiva se puede aplicar la justicia transicional al modelo hobbsiano. Sin embargo el impedimento para ello es que en el modelo de Hobbes el vínculo que une al estado con el ciudadano es un contrato el cual obliga al ciudadano respecto al estado, pero no a la inversa. Es decir que si el Leviatán cometió una injustica no tiene la obligación de hacer reparaciones a su súbdito ya que este último va a estar sometido al anterior aunque aquél sea injusto y dictatorial. En este caso lo que le queda al súbdito es sólo la necesidad de proteger su vida y, por lo mismo no puede enfrentarse al estado, no puede reclamarle nada bajo ninguna circunstancia, en todo caso tendría que huir para salvar su vida que es el derecho fundamental que posee.
Además habría de tener en cuenta que el modelo político de Hobbes no es netamente un modelo democrático y la justicia transicional solo sería posible dentro de un régimen así o con miras a ello. En último término podría aplicarse justicia transicional, si fuera necesario, en el proceso de traspaso de dicho modelo, casi monárquico, al democrático actual.
Viendo, pues, estas limitaciones del modelo de Hobbes, pienso que no sería posible aplicar justicia transicional aunque esta busque la igualdad, la justicia, la libertad y la paz que también propone dicho autor.

"Justicia distributiva"

“Justicia distributiva” en Aristóteles: razones por las cuáles no podría ser aplicado este principio en el modelo político de Hobbes.
En Aristóteles la noción de justicia distributiva va a estar orientada dentro de la perspectiva de que cada ser humano ha nacido bajo determinadas condiciones que lo van a marcar y le van a dar un lugar dentro del ámbito social. Así, mientras que unos han nacido para gobernar, otros han nacido para ser gobernados y esa debe ser la manera adecuada de cómo se lleve la vida social: cada quien tiene que realizar lo que le corresponde de acuerdo al espacio al que está confinado: ser esclavo, amo, mujer, hijo, obrero, político, etc.
Dentro de esta visión, obviamente, los que gobiernan son los mejores pues tienen la capacidad de dirigir a otros porque son sabios, son virtuosos, se guían por la razón y porque son más fuertes. Entendiendo esta teoría desde el planteamiento aristotélico de que lo superior debe dominar a lo inferior y ello es el orden adecuado, de ahí que lo racional tiene que, necesariamente, dominar a lo irracional. Y en este sentido de que los que nacieron para gobernar son los mejores, Aristóteles piensa que a ellos debe ir lo mejor: la distribución de bienes y derechos se va a dar de manera estamental iniciando por los que gobiernan hacia los que son gobernados; lo virtuoso y lo no virtuoso también sigue el mismo derrotero. En consecuencia se distribuye o se mide lo que es correcto en relación a los mejores, es decir, a los nobles.
Hobbes en cambio hace un quiebre respecto a esta visión estamental aristotélica ya que propone la idea de igualdad en los seres humanos: la naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu. Además de la noción de libertad ya que el individuo nace libre y por ende no tiene que estar sometido a un amo que lo gobierne y le diga qué hacer sino que cada ciudadano va a poder elegir qué es lo mejor para poder desarrollar sus capacidades, ser dueño de lo que hace, de su trabajo y así mantener la vida que es el derecho fundamental.
En esta perspectiva hobbsiana  no puede ser aplicada la noción de justicia distributiva aristotélica ya que esta funciona en una sociedad estamental en la que no todos los ciudadanos son libres ni tampoco son tratados como iguales; existen los que gobiernan y los gobernados. Estos últimos, obviamente no pueden disponer de sus capacidades para desarrollarse así mismos sino que las van a poner al servicio o disposición del noble, lo mismo sucede con la propia vida. En Aristóteles, pues, tampoco existe el derecho a la posesión porque, como ya se viene diciendo, los que son gobernados están bajo el cuidado de quien ejerce el poder y en consecuencia no tiene nada propio, no tiene posesiones.

domingo, 16 de septiembre de 2012

La pasión como origen del mal en San Agustín

El mal es una realidad que acecha a cada ser humano en diferentes aspectos de la vida causándole sufrimientos para los cuales no siempre se tiene una salida correcta debido, en parte, al carácter de la persona así como a las herramientas que se tenga para enfrentarlo sean estas físicas, morales, psicológicas e incluso religiosas. Es una realidad que o bien se ocasiona o bien se padece. Esta distinción la encontramos en San Agustín en “El libre albedrío” libro I cuando Evodio quiere indagar de dónde proviene el mal, si de Dios o de alguien más: cómo surge el mal, quién es el responsable de que el mal exista; si es Dios u otro ser.
Sin embargo el origen del mal no se lo puede asimilar con Dios pues por la fe creemos que él es bueno, de él procede solo el bien; negarlo sería contradecir dicha verdad; de Dios hay que pensar lo mejor.
Descartada esta posibilidad  sigue la duda del origen del mal el cual, para Agustín, tampoco puede ser aprendido pues el aprendizaje de por sí es un bien y si se lo aprendiera sería con el fin de evitarlo en último término. No se aprende, pues, el mal, y es, por tanto, inútil que preguntes quién es aquel de quien aprendemos a hacer el mal; y si aprendemos el mal, lo aprendemos para evitarlo, no para hacerlo (San Agustín, El libre albedrío, I, 6). Vale decir, que el aprendizaje no está orientado hacia el mal, siempre será un bien que contribuye a la formación humana y nos lleve a adquirir la virtud, además que prepara a la razón para comprender las cosas superiores y las verdades reveladas; por él se nos comunica la ciencia, o se enciende en nosotros el deseo de adquirirla.
 De esto se deduce la responsabilidad del hombre respecto al mal obrar pues al no haber alguien externo que lo provoque se infiere que no hay otro autor más que el mismo hombre, “cada hombre que no obra rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos” puesto que los realiza a partir y con el consentimiento de su propia voluntad. Es decir, que el hombre al ser libre en sus acciones puede actuar de manera recta o no. No es un agente externo al ser humano quien provoca el obrar mal, tal como afirmaban los maniqueos sobre la presencia de un principio que inducía al hombre a actuar mal y, entonces, este último no podía ser culpable de sus desvíos pues era dominado por aquel ser superior:
 La explicación maniquea…Aceptaba plenamente la realidad del mal y lo consideraba por sí mismo como un poder en el universo, como uno de los dos primeros principios, que se hallaba eternamente en guerra con el poder del bien. El poder del mal podía identificarse con la materia, y el poder del bien, con el espíritu. Así que a los cuerpos había que considerarlos como malos, y a las almas como buenas. En los seres humanos, compuestos de cuerpo y alma, se luchaba en el microcosmos la guerra eterna entablada en el universo. Con esto se recorría un gran camino para explicar los males observables de la condición humana[1].

El mismo Agustín en sus Confesiones se arrepentirá de esta creencia que había tenido en su juventud porque lo eximía de su culpa creyendo que no era responsable de los pecados cometidos cuando en realidad  es el propio hombre el responsable, gracias a su libertad, el que actúa bien o mal:
 Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar, cuando había obrado mal, mi pecado para que tú sanases mi alma… (San Agustín, Confesiones V, 10, 18)
En consecuencia se ha de tener en cuenta que nadie obliga al hombre a hacer el mal; no viene por el aprendizaje, tampoco por un agente del mal, mucho menos de Dios pues de él procede todo lo bueno y siendo la plenitud del amor se contradiría así mismo si obrara mal e iría contra su propia creación que es fruto de su querer:
Pues no hay creencia alguna más fundamental que ésta, aunque se te oculte el por qué ha de ser así: el concebir a Dios como la cosa más excelente que se puede decir ni pensar, es el verdadero y sólido principio de la religión, y no tiene esta idea óptima de Dios quien no crea que es omnipotente y absolutamente inconmutable, creador de todos los bienes (San Agustín, El libre albedrío, I, 12).
Ahora bien, sabiendo que es el hombre el autor del mal, surge la siguiente interrogante ¿cuál es el origen de nuestras malas acciones? Es decir, ¿qué lo lleva al ser humano a actuar u obrar mal dejando de lado ya lo externo?
Para san Agustín las malas acciones son producto de la  pasión (libido), o concupiscencia que es un deseo reprobable, desordenado, deseo culpable “un amor de aquellas cosas que podemos perder contra nuestra propia voluntad” porque los buenos renuncian al amor de aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas. En cambio los malos, a fin de gozar plena y seguramente de ellas, se esfuerzan.
Las pasiones por tanto se generan en el individuo como parte de su naturaleza deseosa de llenar vacíos existentes. Se puede decir también que el ser humano es un cúmulo de pasiones en tanto que siempre está deseando algo más, deseando lo que no tiene y buscando colmar eso mediante diversos actos que al final pueden terminar siendo buenos o malos. Las pasiones bajo esta mirada serían como un impulso de movimiento voluntario hacia determinadas cosas no necesariamente orientadas a la maldad. Al respecto hoy en día se habla bastante de hacer determinada actividad con pasión: pasión por la vida, pasión por el trabajo, pasión por la vocación, etc. Se entiende por ello el deseo voluntario de realizar cosas con determinado empeño, con profundo querer y, sobretodo, hacerla bien, con un espíritu positivo y fines correctos, vale decir, persiguiendo lo bueno, quedando de manera implícita la apatía y la renuncia hacia lo malo. Es lo que en último término quiere diferenciar el santo de Hipona; de que existen deseos que nos llevan a actuar bien o mal. Los buenos tienden a buscar aquello que está permitido sabiendo discernir entre lo conveniente y lo reprobable y sabiendo renunciar a aquellas cosas que pueden ser ciertamente apetecibles, pero que a fin de cuentas traen como consecuencia pecado o provocan desordenes morales. En cambio los malos se dejan llevar por ese deseo culpable, no saben renunciar y hacen lo posible con tal de satisfacer aquel deseo, aun a sabiendas que está mal. En consecuencia no hacen las cosas razonablemente, hacen que la razón asuma que lo que están haciendo es lo correcto y es un bien apetecible; la voluntad estaría actuando sin concurso de la razón o sin que esta prevalezca por ello es un deseo desordenado porque la razón es la que de alguna manera ordena nuestras acciones; el hombre, pues, se halla ordenado cuando domina en él la razón.
Cuando la razón domina todas estas concupiscencias del alma, entonces se dice que el hombre está perfectamente ordenado. Porque es claro que no hay buen orden, ni siquiera puede decirse que haya orden, allí donde lo más digno se halla subordinado a lo menos digno… por lo tanto cuando la razón, mente o espíritu gobiernan los movimientos irracionales del alma, entonces, y solo entonces, es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de aquella ley que dijimos que era  la ley eterna (San Agustín, El libre albedrío, I, 64).
Si las pasiones forman parte del hombre, ya lo dijimos, entonces estas no son ni buenas ni malas. La moral actual también las considera así. Son entendidas, sí, como fenómenos no racionales,  pero ello no significa que sean siempre contrarias a la razón pues, repitiendo, hay las que persiguen un bien acorde a lo racional. Tampoco pueden ser continuamente impulsos abruptos o violentos causantes de trastornos en las personas. De ahí que la presencia de las pasiones en el ser humano sea algo normal y que, por el contrario, lo anormal vendría a ser la ausencia de ellas[2]. Según estas propuestas nos damos cuenta, entonces, que San Agustín apunta no a la noción de pasión en general como principio u origen del mal obrar en el ser humano, sino a la noción particular; pretendemos decir con ello, a las pasiones desordenadas que van tras un supuesto bien, pero de manera equivocada.
En las pasiones desordenadas pues recae el origen del mal porque es en ellas donde el deseo tiende a dominar  a la razón o hacen que disminuya su función rectora haciéndole creer que lo apetecible es un bien: “solo las pasiones desordenadas tienden a dificultar el uso de la razón, y el ejercicio de la libertad”[3]. Por ello, nos lo dirá el Catecismo de la Iglesia Católica, que lo más acorde con la naturaleza humana es dominar los movimientos pasionales, para ordenarlos y amar todos los bienes en su relación a Dios. En cambio, es inhumano dejarse arrastrar por las pasiones, permitiendo que obnubilen la razón.
Resultado de este desorden es el sufrimiento, la perturbación y la infelicidad:
Teniendo además en cuenta que las pasiones ejercen sobre ella su cruel y tiránico dominio, y que a través de mil encontradas tempestades perturban profundamente el ánimo y vida del hombre, de una parte con un gran temor, y de otra con el deseo; de una con una angustia mortal, y de otra con una vana y falsa alegría… y es, finalmente, el blanco de otros innumerables males que lleva consigo el imperio de las pasiones (San Agustín, El libre albedrío, I, 78).
Queda claro, entonces, que el mal proviene ciertamente de las pasiones, pero de las pasiones desordenadas; estas son su origen. Luego la voluntad o el libre albedrío humano se inclina a si hacer o no determinado acto malo teniendo ya como cómplice a la razón cegada o engañada por lo apetecible que le resulta tal inclinación. Con ello se da la violación del debido orden que debe imperar en la persona y, lo peor, se da el alejamiento de Dios en quien las cosas encuentran su máximo orden y perfección por ser este fundamento y  fin a donde deben apuntar todas las criaturas.
Dios, claro está, no puede estar donde impera el desorden, donde predomina el caos porque donde existe todo ello hay pecado, hay corrupción. De ahí que quien se deja dominar por las pasiones al mismo tiempo se está alejando de Dios pues su vida está desordenada, está en pecado. Y ¿qué es el pecado o qué es el mal? Pues sencillamente la ausencia o privación del bien hasta llegar a la misma nada dirá Agustín, ausencia de Dios.[4] Con el mal, el hombre se priva de Dios su fin último hacia donde siempre debe aspirar. ¿Por qué se da esta privación? porque precisamente el mal es una desordenación respecto de aquel fin y en vez de tender o dirigirse a él se desvía o retrocede malversando así el verdadero sentido de su libertad.
En conclusión se puede decir que todo mal halla su origen en las pasiones, pero no todas las pasiones originan el mal, sino solo aquellas vividas de manera desordenada. El autor del Libre albedrío lo cree así y la moral actual, siguiendo la línea agustiniana y tomista, igualmente lo plantea en ese sentido: moralmente las pasiones no son buenas ni malas. Llegan a provocar el mal cuando se dan de manera desordenada induciendo al hombre al alejamiento del fin último que es Dios mismo de quien no es posible la procedencia de ningún tipo de mal pues al hacerlo estaría contradiciendo su infinita bondad e iría en contra del producto de su amor: la creación. Razón por la cual se deduce que únicamente es el hombre el culpable del surgimiento del mal cuando haciendo incorrecto uso de su libertad opta por dar rienda suelta a los deseos y apetitos desordenados amando y haciendo lo imposible en aras a conseguir aquellas cosas que pueden perder en contra de su propia voluntad.




[1]  A. D. Fitzgerald, Diccionario de San Agustín, p, 826
[2] Cf. E. Colom y A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, p. 202
[3] E. Cófreces Merino y R. García de Haro, Teología moral fundamental, p. 191
[4] Cf. San Agustín, Confesiones, III, 7